miércoles, 21 de octubre de 2009

Leonora Carrington


Infinita es, Leonora Carrington, la ultima surrealista en el mundo, la única que tiene mucho de dolmen y de menhir, de laja y de pilar, de piedra, de roca y de lagartija, de pastora y de sembradora. Leonora, diosa celta, reina de los espectros, dueña del inframundo, conoce la fortuna de las pócimas mágicas del año 1000 antes de Cristo y resuelve en su pintura las incógnitas que a veces nos angustian en la noche oscura.
Elena Poniatowska


Leonora Carrington nació el 6 de abril de 1917 en Lancashire, Inglaterra es una pintora surrealista y escritora mexicana de origen inglés.



Sus padres eran sumamente ricos y estrictamente católicos. Estuvo internada en un hospital siquiátrico en España, quizá algo tuvo qué ver que de niña y adolescente la expulsaron de varios colegios por su rebeldía. Vivió un amor profundo con el pintor surrealista Max Ernst, quien dejó a su esposa por ella y le llamó la novia del viento. Fue amiga entrañable de Remedios Varo, quien decía que era su alma gemela en el arte. Llegó a México en 1942. Se casó con Imre Weisz y tuvo dos hijos con él. Entre su círculo más íntimo de amistades se contaron Joan Miró, André Breton, Benjamín Péret, Alice Rahon y Wolfgang Paalen.

la madre de Leonora Carrington era irlandesa y su nana también. Ambas le contaban historias acerca del bosque encantado de la mitología celta. Una parte de su inspiración surge de los dioses, brujos, gnomos, fantasmas, animales y más que aparecen en estos relatos. Más tarde enriquece su creación con el acercamiento al tarot, al hinduismo, al gnosticismo egipcio, a la alquimia, al simbolismo del gótico y del Renacimiento.



Otra parte muy importante es su experiencia de vida. Su gran amor, Max Ernst, fue víctima del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La angustia de saber que su amado estaba preso en un campo de concentración. La imposibilidad de verle o ayudarle, la huída a un país extraño, las crisis nerviosas y su reclusión en un hospital siquiátrico con el consentimiento de su familia en donde le fueron administrados medicamentos fuertísimos, nuevamente la huida y el arribo a otro país.

La razón debe conocer la razón del corazón y todas las demás razones




En el año 1936 ingresa en la academia Ozenfant de arte, en la ciudad de Londres. Al año siguiente conoce a quien la introdujo indirectamente en el movimiento surrealista: el pintor alemán Max Ernst, a quien vuelve a encontrar de nuevo en un viaje a París y con quien no tarda en establecer una relación sentimental. Durante su estancia en esa ciudad entra en contacto con el movimiento surrealista y convive con personajes notables del movimiento como Joan Miró y André Breton.

En 1938 escribe una obra de cuentos titulada "La casa del miedo" y participa junto con Max Ernst en la Exposición Internacional de Surrealismo en París y Ámsterdam.

Previamente a la ocupación nazi de Francia, varios de los pintores del movimiento surrealista, incluyendo a Leonora Carrington se vuelven colaboradores activos del Kunstler Bund, movimiento subterráneo de intelectuales antifascistas. Al acercarse la guerra entre Francia y Alemania, el arresto en 1939 de Max Ernst por parte de las autoridades francesas, causa en la pintora un episodio de depresión nerviosa, del cual se restablece rápidamente, sólo para verse obligada a huir a España, ante la inexorable invasión nazi.

En España sufre otro colapso nervioso, que causa su internamiento en un hospital psiquiátrico de Santander. De este período la pintora guardará una marca indeleble, que afectará de manera decisiva su obra posterior.

En 1941 escapa del hospital y arriba a la ciudad de Lisboa, donde encuentra refugio en la embajada de México. Allí conoce al escritor Renato Leduc, quien terminará ayudándola a emigrar. Ese mismo año contraen matrimonio y Leonora viaja a Nueva York. En 1942 emigra a México y en 1943 se divorcia de Renato Leduc.




En México, la pintora restablece sus lazos con varios de sus colegas y amigos surrealistas en el exilio, quienes también se encuentran en ese país, tales como André Breton, Benjamín Peret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen y la pintora Remedios Varo, con quien mantendrá una amistad particularmente duradera.

Entrevista con Leonora Carrington

Por Cristina Carrillo de Albornoz

(El poeta multimedia)

A sus 88 años, esta gran dama del surrealismo es toda una leyenda. Es más, sigue sorprendiendo al mundo con la imaginación y la audacia de sus creaciones. El Museo de Bellas Artes de México le dedica ahora una gran exposición. Allí la hemos entrevistado.

Su vida ha sido intensa y tumultuosa. Sus amigos y sus amores, entre los más escogidos genios del pasado siglo: Max Ernst, André Breton, Emerico Weisz, Picasso, Peggy Guggenheim. Pero más allá de su peculiar y excéntrica personalidad, esta señora del surrealismo, atraída por la mitología celta y el arte del Renacimiento, por el ocultismo y el mundo del subconsciente, se ha apoyado en la vida familiar. De todo ello nos habla en su casa de México.



XLSemanal. Sorprende el tamaño de más de dos metros de altura de sus esculturas.

Leonora Carrington. Yo sólo diseñé la maqueta. Soy demasiado vieja para hacerlas tan grandes sola. Pero las tres dimensiones me sientan bien.

XL. Usted tiene más fe en los animales, una constante en su obra, que en las personas. ¿Tan terribles somos?

L.C. Como sabe, no hago una separación entre humanos y animales. Tenemos un alma humana, pero también de animal. No creo que los seres humanos sean una raza muy divertida. Se está creando un mundo horrible, lleno de guerras absurdas, odios feroces e injusticias. Todo ello habla de la calidad de los animales humanos. Estoy convencida de que la raza humana no es superior a la de otros animales. Creo que el mundo animal es universal, pero su potencial no ha sido explorado. Mis pinturas preferidas son las de las cuevas de Altamira.

XL. ¿Qué animal tiene ahora?

L.C. Una gata que no se llama de ninguna manera y está tan vieja que sólo tiene un diente.
XL. Usted era una buena jinete…

L.C. Hace tantos años que ni me acuerdo, pero lo cierto es que adoraba los caballos. De niña, cuando comencé a pintar, todo eran caballos.

XL. ¿De ahí viene su famoso autorretrato con el caballo de juguete?

L.C. Ese caballo lo encontré en un chatarrero en París y lo tuve conmigo mucho tiempo. Lo pinté cuando Max (Ernst), Marie Berthe (que era su esposa) y yo estábamos en Saint Martín d’Ardèche, en el sur de Francia. No sabría decir por qué.

XL. En cualquier caso, es un animal clave en la mitología celta.

L.C. Así es; es como el renacer, un ser que conecta el subconsciente con el mundo real; el mundo masculino frente al femenino, pero no es la razón de que esté en mi autorretrato. Mi principio de vida, como artista, es no explicar nada. Las imágenes llegan, pero no sé de dónde vienen. Sospecho que del subconsciente universal. Aunque no puedo discernir qué es mío, ni de qué parte de mí surge lo que hago. Muchas veces, los personajes suben solos a los cuadros.

XL. ¿Tiene algún sueño?

L.C. El máximo es saber qué pasara después de la muerte. Es lo que más me gustaría conocer. Los sueños son lugares y la muerte, también. Cada ser humano se convierte en una personalidad diferente al dormir, y lo mismo sucede al morir. Son lugares en los que la tercera dimensión desaparece, de la misma forma que se evapora el consciente.

XL. ¿Qué expectativas tenía cuando empezó a pintar?

L.C. Nunca las tuve. Yo no decidí ser pintora. La pintura lo decidió por mí. Me escogió y me inventó y yo simplemente lo he hecho lo mejor que he podido. Estudié mucho en Londres, en París, en Italia. Necesitaba la técnica, no ideas, porque cada uno tiene las suyas. Continúo estudiando. Me considero una eterna estudiante.

XL. La pintura es un arte solitario. ¿Es usted de las personas que disfruta de la soledad?

L.C. No, no me gusta. Trato de entenderla, porque uno no puede aceptar algo que no entiende. Y cuando digo entender, me refiero a con todo el ser, con los centros vitales que tenemos, las sensaciones, las emociones.

XL. ¿Qué concepción de la pintura tiene? ¿Qué ritmo de trabajo lleva en la actualidad?

L.C. Este arte es como un centro donde todos los lugares invisibles de la mente se vuelven visibles. Sólo pinto cuando siento energía, pero continúo viviendo cada día por y para mi trabajo. Pintar es para mí un oficio artesanal, como el de los carpinteros que usan las manos y el cuerpo para crear una visión. Es algo artesanal y ese procedimiento está desapareciendo. Los surrealistas eran muy buenos en ese sentido. Picasso, que venía a visitarnos a Max y a mí, era ante todo un gran artesano.

XL. ¿Qué siente ante esa pérdida en el arte moderno?

L.C. Una gran lástima. Perder la habilidad artesanal es perder la sabiduría, porque al final sólo un buen artesano puede producir con el alma y el corazón.

XL. Su vida con Max Ernst sólo duró dos años, pero ¿fue él su gran amor?

L.C. Fue amor a primera vista. Me fui con él y mi compañero, Serge Chermayeff, me llamó puta. Yo le contesté: «Así son las cosas, ¿qué quieres que haga?». Fue maravilloso. No puedo decir que fuera la relación más importante; fue un gran amor y un gran mentor. Pero no creo en superlativos ni en categorizaciones. Sin embargo, Max me mostró otro universo y me llevó por caminos a los que en mi pequeña vida ordinaria de burguesa jamás habría tenido acceso. Lo adoraba como artista y como intelectual. Era distinto de los demás surrealistas. Una persona muy complicada.

XL. Los surrealistas tenían una concepción de la mujer que no le va nada a usted. La consideraban un adorno. La mujer era la musa.

L.C. Completamente. La tumbaban desnuda y con una sonrisa en un diván, y allí la dejaban. Pero Max era distinto. Nos veíamos con ellos en el campo, en Saint Martín D’Ardèche. Fue uno de los periodos más fecundos de mi vida. Lo que yo nunca fui es la mujer-niña que Breton quería ver en las mujeres, ni consentía que me trataran como tal. Pero tampoco ambicioné cambiar al resto. Simplemente aterricé en el surrealismo; nunca pregunté si tenía derecho a entrar. En el fondo, siempre he trabajado muy aislada, en mi mundo.

XL. ¿Qué le gustaba de Breton?

L.C. Lo admiraba profundamente. Era muy inteligente, pero muy dominante.

XL. ¿Ha leído El amor loco, de Breton?

L.C. No leí nada de él, pero sé que en ese libro ofrecía una visión muy romántica del amor y de su mujer, Nadja. La realidad es que cuando ella se volvió loca, la dejó sola.

XL. Los surrealistas eran en el fondo unos románticos. ¿Usted lo es?

L.C. El romanticismo ayuda. Es innato, una forma de poder tragar las tragedias. Y yo, que no soy diferente a ninguno de mis amigos, también soy romántica. Sin embargo, he desarrollado un sentido muy práctico de la vida.

XL. Decía que Picasso les visitaba con frecuencia…

L.C. Me impresionaba. Era ya muy mayor y yo muy joven. Muy español, muy macho. Quien me parecía muy divertido, y nunca se tomaba en serio, era Duchamp. Es una actitud que comparto.

XL. Fue amiga de muchas mujeres artistas...

L.C. Sí, de Lee Miller, Leonor Fini y Meret Oppenheim. Y Remedios Varo… Necesitaba amigas. Crecí con tres hermanos y con el concepto opresor de los hombres sobre las mujeres, algo que nunca he tolerado. Aunque se ha avanzado, todavía hay muchas mujeres sometidas. Y no es que seamos mejores que los hombres, pero reclamo el derecho a vivir, a ser como ellos. «El inconveniente de las mujeres –como decía Breton, obsesionado por el cuerpo femenino– es que son el más maravilloso y perturbador problema del mundo.»

XL. Breton decía que Max Ernst proyectaba luz interior a los demás. ¿Era así?

L.C. Así era, un ser que irradiaba luz. Siempre sonreía. El París de antes de la guerra era un lugar increíblemente productivo; nos reuníamos en el café en St Germain-des-près, hasta que un día Hitler comenzó a ser el principal tema de conversación. Pronto acabó aquella felicidad. Al comenzar la guerra, al que tenía un poco de inspiración o decía algo distinto con su arte, lo llevaban a un campo de concentración. Fue una confusión mental terrible. Pensaban que los artistas pertenecíamos a otra raza.

XL. Y en un sentido positivo ¿no era así?

L.C. Los artistas somos simples seres humanos, como el resto…

XL. … divertidamente excéntricos.

locuras perniciosas. Siempre he tratado de ser lúcida. Nunca acepté las normas ni las leyes dadas. Me horrorizan; siento un fuerte rechazo por la autoridad, que exista el código que establece lo que es normal y no. Pero las cosas son más complicadas de lo que parecen y las creencias dependen de cada país. Hay un subterráneo infinito. Para muchas civilizaciones, ese subterráneo es parte de la cultura. Sin embargo, nuestra civilización occidental, gobernada por lo llamado ‘racional’, es más rígida. La realidad es mucho más compleja de lo que imaginamos y por ello no se puede actuar sólo en un marco racional.

XL. Una lectura que le ha seguido desde niña es la de Lewis Carroll.

L.C. Es maravilloso y su lógica, nada absurda. Además, era un gran matemático.

XL. Tras tantos años en México, ¿se siente europea?

L.C. Me siento bastante europea. Actuando y en mis costumbres, me reconozco como tal. Mi idioma es el inglés, aunque ahora lo mezclo con el español. Mi madre era irlandesa y, probablemente, sea ésa la razón de mi creatividad celta y de mi atracción por Irlanda, un país de mente surrealista. Se conoce a los irlandeses y a los celtas por las hadas, los gigantes, los elfos, los gnomos... Esa mentalidad me vino de forma natural.

XL. La primera vez que supo de surrealismo fue cuando su madre le regaló por Navidad el libro Surrealismo, de Herbert Read. ¿Recuerda su reacción al leerlo?

L.C. Sentí una completa afinidad. El surrealismo es un estado de espíritu, sin más, que no se puede explicar.

XL. ¿Cree en el destino?

L.C. He pintado de una forma nada planeada, inconsciente; quizá podría llamarlo suerte, destino, inspiración, o como decía Breton: «El azar objetivo». He cambiado porque ahora sólo estoy segura de que soy completamente ignorante, de que no sé nada. Por ejemplo, ¿qué sabemos de la muerte?

XL. ¿Tiene miedo a la muerte?

L.C. Sí, mucho. Sin embargo, creo que nos la han explicado mal. La diferencia entre vida y muerte no es tan clara y, para entender la muerte, hay que entender todos los lugares en nosotros, y los sueños son lugares.

XL. ¿En qué cree usted?

L.C. Más que creer, tengo opiniones muy fuertes sobre algunos temas. No hacer daño a los demás. Luchar contra la injusticia. Siempre he tenido fe en el amor. Ahora, eso se proyecta de forma intensa en mis dos hijos. Mi amor ahora es maternal.

XL. Dice que lo más convincente que ha encontrado es el budismo tibetano. ¿Por qué?

L.C. Mis padres eran estrictos católicos, pero, a mí, ninguna religión me ha convencido. Sin embargo, me he sentido cerca del budismo tibetano. Sus creencias son extraordinarias y siguen prácticas que intelectuamente son muy satisfactorias. Pero el budismo no era para mí. Siempre he intentado descubrir algo que se conectara con mis experiencias. Por eso las teorías de Jung, al que conocí antes de la guerra y que estudié mucho en los 60, me interesaban.

XL. Se comprende que las tradiciones mexicanas no le hayan influido.

L.C. Son tradiciones maravillosas, pero cada país tiene una tradición mágica, y nuestra actitud hacia lo desconocido tiene que ver en ello.

XL. ¿Qué le atrae del mundo de hoy?

LC. Lo que queda del ayer, los árboles, los animales. A mí, la belleza es lo que me impacta.

XL. ¿Siente que vive más allá de la realidad?

L.C. Mi marido está incapacitado y tengo que cuidarlo. Además, tengo que ocuparme de la casa. Todo eso roba tiempo y devora la creatividad. A mis 88 años, me encantaría deshacerme de casi todo lo que tengo, de las montañas de papeles y cajas de libros que ya no releeré, y vivir en una casa con una pequeña cocina y un cuarto de baño. Como le decía, la realidad es demasiado compleja. Se cuela por cada poro de nuestra existencia.


St Martin d’Ardèche es un pueblito precioso cerca de los Alpes por donde pasa el Rhone en el que vivió tres años al lado de Max Ernst. Ambos pintaban, pero ella, “la inglesa” –como la llamaban en el pueblo–, hacía algo más, cocinaba. Muy pronto la cocina se volvió el laboratorio de sus sueños en el que preparaba manjares como sacramentos, y los platos y las cucharas levitaban mientras ella oficiaba el santo rito. Bastaba cerrar los ojos para entrar por el espejo y pasar del otro lado como Alicia en el país de las maravillas, pero Leonora tenía los ojos bien abiertos, no fuera a equivocarse en las proporciones. No pulía su inconsciente, no lo esperaba todo de ella misma, quería aprender. Mezclaba con acierto todas las sustancias del imaginario. Todo lo que saben hacer los campesinos franceses, ella lo aprendió. Salía temprano con un ancho sombrero de paja a escoger las uvas antes de que las calentara el sol, e iba recorriendo los viñedos clavados en la tierra para cortar los racimos y llevarlos en una canasta a que los jóvenes –muchachos y muchachas- les bailaran encima una danza amorosa. Leonora, que ahora sólo bebe té, hacía té. Al igual que los campesinos franceses sabía que hay que guardar todo, porque algún día puede servir, y era capaz de algo que pocas mujeres hacen ahora: coser con aguja, hilo y dedal, coser con hilo cósmico, remendar, unir lo que tenemos detrás de la frente y confeccionar muñequitas de trapo, como las que fabrican con su ingenio y sus dedos de hada las madres pobres para sus hijas: dos botones en vez de ojos, una sonrisa pintada, unos cabellos de estambre amarillos o cafés, según el gusto, un vestido con delantal o con un bolerito y, antes que todo, unos calzones, porque lo primero que miran las niñas es si su muñeca trae calzones. Hasta hace algunos años, a Leonora le entretenía hacer esas muñequitas, que bien vistas tienen mucho de autorretrato.

Años más tarde, al lado de Remedios Varo, Leonora habría de bordar el manto terrestre.

¿Qué le pasa a un ser humano cuando de pronto los gendarmes se presentan y se llevan a su amor alegando razones de religión o de raza o de ideología? En 1939, después del arresto de Max Ernst, Leonora sobrevivió a una Europa cruel y enloquecida, en una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración que la llevó a escribir En bas, Down below, (Abajo), la memoria del encierro y el odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor. Si a Leonora la encerraron en una institución, no hubo peor institución ni clima más desvirtuado para ella que España con sus criterios franquistas, que intentaron destruirle no sólo su mundo imaginario, sino el afectivo. Sin embargo, a esa estancia en Santander, a esa época atroz le debemos nosotros los mexicanos a Leonora la dádiva inesperada y gratuita de su presencia en México.

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